«No me olvides», me musitaste,
mientras a mil quinientos quilómetros
la una del otro nos estábamos durmiendo.
La verdad es que nos habíamos conocido
poco, muy poco, y por pocas semanas.
Un gobierno férreo te había silenciado
y nos habíamos perdido de vista y de oído.
Me llamaste desde Málaga y perdimos el sentido
de las horas. Con respeto. Y ganas. Al final,
me dormí. Caí en un pozo de añil oscuro que
rompió una palabra, «Nomeolvides», esa flor
tan frágil y celeste que nunca cogería de la
mano. Como si esa imagen, tan ligera, me guiara
por el sendero de una amistad que estamos iniciando.
«Caminante, no hay camino...», pensé. Luego me dormí.