los roces ligeros de voz y tacto,
la mesa estrecha, los comensales
tibiamente apretados.
Y la delicadeza de las tres parejas,
tan distintas, tan semejantes. Amor,
cariño, que se desprendían suavemente
y alimentaban
las conversaciones sin que nadie se diera
cuenta o quisiera imponer un modelo. Fueron
horas de profunda amistad, de libertad total
en torno al horno
pequeño, al queso fundido. Viandas y manjares
a montones, proveídos por el amigo David que
cumplía años y acabó la noche de rey, por gracia
de la divina Noémie.
Cómodamente situado en una punta extrema de las
mesas juntas, lo saboreaba todo, amenizando el
discurrir de las horas con bromas gastadas y
un cariño sin fin.