Es hijo de relojero,
aprendió el oficio,
torciendo las manecillas
del tiempo. A deshora.
Sin distinguir entre
la luz del día y la fría
oscuridad de la noche.
Pasaron años. Dejó la
Ciudad Condal. Con barco.
Y se instaló al oeste de
la isla de Menorca, con
los ojos puestos en la
capital que le había
enseñado parte del oficio.
Creó una clínica de las
joyas. Al repararlas,
al ajustarlas a un nuevo
cuerpo, decidió transmitir
un poco del aliento de quienes
habían desaparececido en los
desvanes del tiempo.
Lo mismo hizo con humildes
huesos de sepia o con palabras,
tiernamente gastadas.